sábado, 25 de febrero de 2017

El viejo chopo


                    



Hoy regresé a tu sombra,
hoy llegué a descansar bajo la fronda
de tu poblada barba de anciano venerable.

Curtido en mil batallas al relente,
sabio en mil primaveras,
te dejaste la piel de tu corteza,
cien mil veces herida,
en perseguir la luz de la mañana,
en absorber la savia redentora
desde ocultos remansos en lo hondo.

Con cada nueva aurora,
le lavabas la cara a cada hoja
con agua cristalina del rocío
y acogías después entre tus ramas
a legiones de seres indefensos
o ahuyentabas a extraños y enemigos
con ráfagas heladas
que el frío viento del norte te prestaba.

¡Viejo chopo del río,
amigo de mi infancia y juventud!
Hoy vuelvo a tu quietud de árbol sereno
cansado ya de mundo y casi anciano
lo mismo que eres tú.
Hoy vengo a devolverte las caricias
que recibí a la sombra de tus hojas.
Hoy vuelvo a rodearte con mis brazos
el tronco ya arrugado y carcomido
por años soportando fríos inviernos
en triste soledad.

Tú eres, chopo del río,
el amigo más fiel que nunca tuve,
el amor más auténtico,
mi más cálido hogar.
Por eso,
cuando sienta mis últimos latidos,
cuando llegue mi hora,
quisiera descansar bajo tu copa,
cerca de tus raíces
y fundirme contigo en un último abrazo  
que eleve nuestras almas al paraíso
donde árboles y hombres que se amaron
vivan ya siempre unidos
por toda una infinita eternidad.


sábado, 11 de febrero de 2017

La placidez del muerto



La placidez del muerto

Desde siempre me llamó la atención que en los funerales se llore lo indecible por parte de quienes velan al muerto mientras éste, el muerto, está allí sin inmutarse, con una carita de relajado que hasta dan ganas de cambiarse por él. Sí, ya sé que es inevitable el llanto, que somos humanos y todo lo demás.

Esto viene a cuento porque asistí hace unos días al funeral de un hombre relativamente joven, no había cumplido aún los cincuenta. Su muerte en extrañas circunstancias (se había suicidado) había caído como una bomba entre sus familiares, algo natural dada la juventud del muerto y, sobre todo, la forma de morir. Y es que la muerte de alguien cercano siempre nos coge desprevenidos, incluso hasta cuando la persona en cuestión llevaba ya mucho tiempo enferma. Y nos coge desprevenido porque a casi todos nos asusta la muerte. A todos menos al muerto, él ya no sufre por nada.

Pero ese temor a la muerte no es de ahora, es algo que ha ocurrido siempre, desde que el hombre apareció en la tierra. Y, además, por si fuera poco, somos los únicos seres vivos capaces de sentir ese miedo, ya que somos los únicos que sabemos que un día vamos a morir...¿será por eso por lo que somos tan destructivos?

Sin embargo, ya en tiempo de los antiguos griegos se intentó demostrar que el miedo a la muerte es un miedo absurdo e infundado. Así lo predicaban los discípulos de Epicuro de Samos allá por el siglo IV antes de Cristo. Y los argumentos esgrimidos para ello eran más o menos estos:



" La muerte es la nada. Por tanto, la muerte no puede temerse porque siendo nada, no puede ser algo para nosotros”
  No tiene sentido alguno que un hombre que está vivo tema a la muerte, pues si está vivo, está temiendo a algo que no existe en él. ¿Acaso atemoriza el hambre cuando acabas de levantarte de la mesa después de haberte dado un banquete?. ¿Acaso un joven vive amedrentado constantemente porque un día será  viejo? Pues de la misma forma es absurdo temer a la muerte cuando estamos vivos y disfrutando de la vida. Y, por supuesto, menos sentido tiene aún temer a la muerte cuando ya estás muertos porque, entre otras cosas, no te enteras de nada.


Y así es. Creo que ese trauma humano del miedo a la muerte deberíamos tratarlo con filosofía, como los epicúreos, y comprender que pensar en la muerte a menudo es ya morir un poco cada día y que de lo que se trata al fin y al cabo es de vivir. Lo demás ya llegará solo, sin que lo llames. Cada cosa a su tiempo,¿no créeis?



Reedición (De mi blog "Diario Impersonal" publicado en 2014)