jueves, 21 de julio de 2016

Religiones



El primer signo de humanidad en aquel primer simio que amaneció humano fue seguramente el asombro y uno de los significados de la palabra asombro es "gran admiración".Y eso es precisamente lo que debieron sentir aquellos primeros homínidos ante la potente luz del sol o ante la inmensidad del mar. El mismo asombro que sentirían más tarde ante la fuerza destructora del fuego o ante la magia de la tierra, capaz de hacer brotar una nueva planta a partir de una diminuta semilla...No es de extrañar por tanto que aquellos primeros hombres comenzaran a sentir respeto primero y adoración después por todas esas maravillas naturales. Se puede decir que así fue como nació la primera religión en el mundo, una religión natural definida por el diccionario de la RAE como "religión descubierta por la sola razón y que funda las relaciones del hombre con la divinidad en la misma naturaleza de las cosas".
Fieles a esa definición se sabe que la mayoría de los pueblos de la antigüedad fueron pueblos muy religiosos. Celtas, Iberos, Tartesos, Fenicios...y otros muchos pueblos posteriores, amaron y respetaron a la naturaleza porque la consideraban su dios. Así de sencillo y así de mágico a la vez.

Pues bien, llegados a este punto yo me pregunto, ¿no era suficiente con esa religión natural para hacer del hombre un ser respetuoso  con su entorno y con sus semejantes? ¿Acaso al adorar a la naturaleza no adoraban a su vez a un hipotético creador de la misma? Y esa adoración, ¿no les hacía más humanos y tolerantes e incluso más solidarios? Yo siempre he creído que sí, que así era. Y la historia de esos pueblos lo prueba. La mayoría, pueblos pacíficos que se dedicaban a la agricultura, a la ganadería, al comercio y que solo guerreaban cuando se sentían atacados por otros pueblos.

Pero con el paso del tiempo, todo se complicó. De la religión natural se apropiaron los sacerdotes de turno para acomodarla a los intereses de quienes les pagaban que no eran otros que aquellos que tenían como proyecto dominar a los demás. Y así, a esa religión primera natural y espontánea la ahogaron con otra religión más sofisticada y artificial donde el objeto de culto no era ya el árbol o el sol sino un dios omnipotente y justiciero como el creador de todo eso. Un dios que premiaba a los buenos (a los sumisos) y castigaba a los malos (a los rebeldes) con las terribles llamas del fuego eterno. Un dios, en definitiva, hecho a la medida de los clanes dominantes para controlar por medio de esa religión a las masas. Y lo malo es que lo consiguieron con creces. En la actualidad se desconocen o casi nadie se acuerda ya de aquellas religiones primitivas pero nobles a la que los modernos predicadores se apresuraron a calificar de salvajes, de herejes, cuando todos sabemos que son precisamente las  religiones modernas las que más salvajemente se han comportado al producir por su causa tantas guerras como las producidas por todas las demás causas juntas.

Y aquí seguimos, orando en el interior de esos enormes templos a un dios invisible sin mirar para nada a la naturaleza de la que somos parte integrante y que nos mantiene vivos. Aquí seguimos, adorando a imágenes hechas de yeso y madera y vestidas con ricos mantos bordados en oro y plata mientras media humanidad se muere de hambruna. Aquí seguimos, orando en la sequía para que los santos nos manden la lluvia y orando en la Semana Santa para que no nos la mande. Aquí, seguimos contaminando el aire y el agua, los elementos más necesarios para la vida, sin acercarnos nunca a meditar a la orilla de un río de aguas (cada vez menos ) cristalinas.

Y aquí siguen defendiendo a capa y espada el valor de la caridad en lugar del de la justicia. Prohibiendo el sexo fuera del matrimonio mientras los propios predicadores abusan sexualmente de niños indefensos. Prohibiendo el aborto en todos los casos mientras bendicen guerras que se llevan por delante a miles de inocentes. Ignorando la miseria del mundo mientras se rodean de lujo y riquezas...

Y aquí sigue la humanidad, venerando a los predicadores y adorando a un dios que en todos estos siglos no ha dicho ni pío. Un dios que ni sabe ni contesta, inventado por los hombres (cada civilización tiene el suyo). Un dios por el que algunos siguen matando a los que adoran a otro dios distinto del suyo.  Son los descendientes de aquellos primeros sermoneadores  que un día dieron la espalda al único dios razonable, cercano, justiciero y bondadoso, la madre Naturaleza: el único dios capaz de mantener unida en paz y armonía a toda la humanidad.